OCHO
La disposición vertical del ataúd mantenía a Elle de pie.
La caja estaba ubicada todavía extramuros, y por el bullicio hueco que se oía
detrás de la caja, Elle infería que había llegado su hora de ciudad:
Elle sentía que más allá de su ataúd, había inmensos rascacielos telescópicos que competían por un rayo de luz, cuya
altura, producto de su imaginación, desafiaba cualquier ley física y era
variable, ya que dependía en muchos casos de órdenes venidas de lejos, la
distancia entre las moles de acero y hormigón era mínima, no más que la anchura
de una persona.
El movimiento balanceante de los
edificios en respuesta a la ligera brisa de las confluencias, producía choques
que acababan en algarabías, roturas y desmoronamientos. A vista de pájaro el
conjunto de rascacielos, la imagen de la ciudad, se correspondía con ondulaciones de un campo de trigo peinado
por los suspiros de sus habitantes, pero desde lo más terreno de la muerte -lugar indescifrable donde se encontraba Elle-, las ondulaciones eran más de
sábana donde se ha dormido la soledad. Sólo se podía atravesar perspectivas
al uso, en las que la dudosa línea de horizonte flagelaba la pobreza almenada.
Las chabolas, catedrales del vicio,
florecían en las cumbres y pisos altos, y esparcían, como polen, míseras esporas y mondas a los pisos
inferiores, donde vivían ciudadanos altivos e impertinentes.
El sonido del polen desequilibraba a
los residentes de los gigantes columnarios, que a veces se lanzaban por los inmensas
terrazas y se convertían en pájaros
multicolores, y otras veces, los rascacielos, se convertían en manos, que
arañaban la dulce templanza del tiempo o el ocre de la panza de las nubes
EL DELIRIO SIGUE. TOCAR AQUI!!!!